domingo, 3 de mayo de 2009

Distintas formas del miedo. Por: William Ospina


ANTES ERA UNA HIPÉRBOLE, PERO ahora es posible afirmar que ciertas experiencias las vive toda la humanidad.

Es el caso de la gripe porcina, también llamada influenza H1N1, para evitar pérdidas a los cultivadores industriales de cerdos, atroces benefactores de la humanidad, y también gripe mexicana, dado que fue en México donde se desataron las alarmas. Durante una semana hemos vivido el escalofrío de la inminencia de una peste apocalíptica que apenas ahora (escribo estas reflexiones el viernes primero de mayo) parece desdibujarse en el aire. Parece, digo, y esa duda es buena prueba del estado en que hemos vivido, entre el escepticismo y el miedo, ante la avalancha de las noticias.

El miedo es ya entre nosotros una manera de vivir, y también una manera de gobernar. Después de los atentados contra las Torres Gemelas se fortaleció la tendencia de los gobiernos a gerenciar el miedo, y en Colombia no ignoramos los óptimos beneficios que brinda a los gobernantes esa sombría gerencia.

En el caso de la influenza, el hecho de que haya quienes se lucren del miedo (dicen que Donald Rumsfeld, experto en sacar beneficios privados de las crisis públicas, era dueño de la patente del tamiflú, el antiviral que ha obtenido en la última semana la campaña publicitaria más grande de la historia) no significa que el peligro no exista. La peste es una de las más antiguas obsesiones de la especie, no por ser sólo una amenaza, sino por ser más de una vez un recuerdo.

Un día, hacia 1340, llegó a Constantinopla un barco con todos los marineros muertos. En su travesía final lo había conducido el viento, y los remolcadores que lo llevaron a puerto fueron las primeras víctimas de su visitante: era la peste. Venía de Kaffa, en la península de Crimea, y se extendió por el Cuerno de Oro. Creyendo huir de ella, los turcos la llevaron a Alejandría y al sur de Italia, desde donde penetró hacia Roma y los Alpes. Viajaba a la velocidad de los barcos y el viento, y así alcanzó Marsella, y penetró en Francia, hasta convertir el Ródano en el río de los muertos. La peste siguió hasta Inglaterra, y desembarcó en Bergen, en la hermosa y aventurera costa noruega; desde allí infestaría a Suecia, Dinamarca, Alemania y Polonia, antes de volver a Rusia por el norte, habiendo cerrado su abrazo mortal sobre toda Europa. Por eso, si bien hay países que lo temen o lo presienten, hay países que recuerdan el fin del mundo, y uno de ellos es Noruega, cuya población fue casi arrasada en el siglo XIV.

Mucho se ha recordado también en estos días la gripe española, injustamente llamada así porque cuando se extendió, en 1918, tras las catástrofes de la Primera Guerra Mundial, sólo España difundió con libertad noticias de la epidemia. Así termina atribuyéndose una cosa no al que la inventa, sino al que la denuncia.

El peligro está anunciado, pero en nuestra época el desarrollo del transporte y la concentración de la humanidad en termiteros de millones de individuos son el caldo perfecto para que una epidemia se extienda en cuestión de semanas. El mejor remedio posible sería la prevención; ello significa un replanteamiento de nuestra relación con la ciudad y con los campos. Nunca como ahora estuvo la humanidad en mejores condiciones de vivir productiva en el campo sin renunciar a las ventajas, las comunicaciones y los espectáculos del mundo urbano; de modo que este conato de catástrofe debería estimular una mirada lúcida sobre los privilegios de la vida natural, sobre los alimentos orgánicos, sobre la posibilidad de una vida más sencilla y más serena.

Pero hay muchos poderes que prefieren tener a la gente concentrada: para la producción, para el consumo, para la tributación y para la administración. Abandonar el ideal de lo urbano exige dudar de muchas cosas harto establecidas.

Al parecer, la burbuja de las primeras alarmas se rompe. La cifra de casos comprobados de contagio y de muerte parece reducirse. Y comprendemos que la exagerada reacción inicial era consecuencia inevitable del asombro y del miedo. Porque la humanidad está dividida entre los crédulos y los escépticos. Siempre habrá gente que tienda a creer en el peligro desde el comienzo; siempre habrá gente que no creerá hasta cuando sea demasiado tarde.

Hemos comprobado que la alarma hace que la gente reaccione, muchos que corrían peligro se habrán hecho atender a tiempo, y esto pudo incidir en el freno del crecimiento de un mal de cuya verdadera gravedad nadie estaba seguro. Se ha creado un clima de expectativa y de alarma ante una situación incierta, pero sería más grave sentarse a esperar hasta tener la certeza.

Lo malo es que, en caso de un rebrote, o la próxima vez que surja una alarma, algunos creerán menos y, como en la fábula del pastor que anunciaba siempre la llegada del lobo, cuando el lobo llegue ya nadie creerá en la noticia, aunque no haya mentiras de por medio. Acaso ese sea uno de los caminos de la naturaleza: crear situaciones que debiliten nuestra capacidad de respuesta.

Los escépticos pueden triunfar y envanecerse de ello. Pero cuando llegue el mal verdadero, y existen todas las condiciones para que llegue: fragilidad humana, concentración de la población, interconexión inmediata, cuando llegue el mal verdadero, seguramente sólo tendrán opción de salvarse los crédulos, los que reaccionen a tiempo. Los otros no, pero, y lo he notado en esta crisis, no porque sean indiferentes, sino tal vez porque tienen más miedo. Tienen miedo de aceptar la posibilidad de la plaga. Tienen miedo, incluso, de tener miedo.

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